jueves, 8 de marzo de 2018

Las monedas que nos tocan

Hace tiempo que me contaron un cuento-parábola que me resultó difícil de digerir en esos momentos de mi vida, pero con el tiempo me he dado cuenta de que lo mejor es aceptar lo que nos transmite. Dice así:

Todos los padres del mundo le legan a sus hijos algo. Lo que pueden, a nivel material, emocional, afectivo, de cuidados y de respeto. Y también de cargas. Ese legado se simboliza en unas monedas que te dejan al final de sus vidas. Te las ofrecen con todo su amor y su cariño, fruto de todos sus esfuerzos y de sus desvelos, convencidos, equivocados o no, de que lo han hecho lo mejor que han podido. Te tienden con sus manos cansadas esas monedas, que pueden ser de oro y abundantes, pueden ser unas pocas monedas de plata, o alguna de cobre, o una humilde moneda de barro.


A algunos hijos les duele ver que su legado es escaso. Recordemos que no hablamos sólo de lo material. Echan en falta más cercanía, más cuidados, más calidez, más comprensión, una relación de más cariño y empatía tal vez. Pero recordemos que partimos de la base de que los padres han dado lo que han podido y lo que han sabido dar, que lo han hecho lo mejor que han podido y con la mejor de sus intenciones, con sus limitaciones y sus equivocaciones. Desde su punto de vista ese hijo que pide más, que se siente agraviado y dolido es un desagradecido que no valora todo lo que han hecho por él y por dejarle ese legado que, sea el que sea, es el que ellos han podido dejarle en la medida de sus posibilidades y de sus circunstancias vitales, afectivas y materiales.


Se produce un choque terrible entre el hijo que no entiende cómo los padres no son capaces de ver que se siente dolido, abandonado y herido y los padres que lo perciben como un desagradecido.

Realmente, lo más maduro y sano para ambas partes es que el hijo sane sus heridas por sus propios medios, asumiendo que los padres no son capaces de ayudarle, porque esas heridas son dolorosas y profundas, y que acepte gustoso y con agradecimiento el legado que sus padres le han ofrecido con todo su corazón y su esfuerzo, creyendo siempre que hacían lo mejor por su descendencia.



El dolor y las carencias que una persona adulta sufre a lo largo de la vida y que puede achacar a experiencias tempranas o a actitudes distantes y exigencias desmedidas parentales son muchas y muy variadas. No se habla de culpas, no se habla de resarcimiento. Quizá tan sólo con el reconocimiento de que hay unas heridas basta, sin más.
Mirarse mutuamente, escucharse como personas adultas y decir "a mí me duele esto y a tí te duele esto, es cierto, tal vez a mí me cueste entender y reconocer tu herida porque sólo tengo fuerzas para cargar con la mía, pero reconozco que tú tienes la tuya".

A partir de ahí se puede construir un nuevo camino y volver a empezar, sin rencores ni exigencias por ninguna de las partes. Cada uno con sus cargas y sus deficiencias, pero sin perder un lazo que no debería romperse.




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