La novela "Las desventuras del joven Werther" de Goethe, publicada en 1774, dio origen a un fenómeno llamado Werther-Fieber («Fiebre de Werther»). Los hombres jóvenes en Europa vestían la ropa que Werther usaba en la novela. También tuvo consecuencias en los primeros ejemplos conocidos de suicidio mímico, provocando al parecer el suicidio de unos dos mil lectores. Werther es una novela importante del movimiento Sturm und Drang en la literatura alemana. Es uno de los pocos trabajos de este movimiento que Goethe escribió antes de que, junto a Friedrich von Schiller, comenzara el movimiento Weimar. También influyó en la literatura del Romanticismo que siguió a este movimiento.
El libro hizo que Goethe se convirtiera en una de las primeras celebridades literarias. Hacia el fin de su vida, viajar a Weimar y visitar al maestro era un ritual para muchos jóvenes que viajaban a Europa. Muchos de los que lo visitaban, sólo habían leído ese libro, entre todos los que él había escrito.
La fiebre de Werther causó preocupación a las autoridades y a otros autores. Por ejemplo, Friedrich Nicolai, decidió escribir un final alternativo para la novela, que resultaría supuestamente más agradable, llamada Die Freuden des jungen Werther (Las cartas del joven Werther), según el cual Albert, el prometido de Lotte, reconociendo las intenciones de Werther, llena las pistolas de sangre de pollo, evitando el suicidio de Werther y cediéndole gustosamente a Lotte. Goethe encontró esta versión desagradable y empezó una enemistad literaria con Nicolai de por vida. Goethe escribió un poema titulado Nicolai auf Werthers Grabe, en el cual Nicolai defeca en el sepulcro de Werther, execrando su memoria. Esta enemistad continuó con la colección de poemas Xenien, que Goethe escribiría más tarde.
Goethe tuvo un disgusto con este libro, llegando a escribir que no podría haber sido visitado por un fantasma más vengativo aún cuando Werther hubiera sido un hermano al que hubiera matado. De todas formas, Goethe reconoció el gran impacto personal y emocional que Las desventuras del joven Werther tenía en los jóvenes enamorados y deprimidos. En 1821, le comentó a su secretario que «Debe de ser malo, si no todos tienen un momento en su vida en el que sientan que Werther fue escrito solo para ellos».
El libro hizo que Goethe se convirtiera en una de las primeras celebridades literarias. Hacia el fin de su vida, viajar a Weimar y visitar al maestro era un ritual para muchos jóvenes que viajaban a Europa. Muchos de los que lo visitaban, sólo habían leído ese libro, entre todos los que él había escrito.
Goethe tuvo un disgusto con este libro, llegando a escribir que no podría haber sido visitado por un fantasma más vengativo aún cuando Werther hubiera sido un hermano al que hubiera matado. De todas formas, Goethe reconoció el gran impacto personal y emocional que Las desventuras del joven Werther tenía en los jóvenes enamorados y deprimidos. En 1821, le comentó a su secretario que «Debe de ser malo, si no todos tienen un momento en su vida en el que sientan que Werther fue escrito solo para ellos».
«En Goethe —escribió Rodolfo Modern— encontramos al intérprete de su época, al clásico anheloso de la medida helénica y al romántico pletórico de sentimiento y ansias de infinito, la impaciencia juvenil y la experiencia fecunda de los años, el amor al mundo de las cosas y el cultivo de toda la gama emocional, la compenetración con la naturaleza y el ejercicio de la cortesanía más exquisita, la afirmación de una cultura superior y el reconocimiento de un mundo demoníaco, la capacidad de ser uno mismo y la adaptación a la circunstancia, el goce de los sentidos y del intelecto puro, la mirada comprensiva hacia el pasado y la predicción de un futuro hecho presente, la meditación gustosa y su transmutación en obra, la aptitud del hombre de ciencia y la actitud más desnudamente lírica, la presencia de lo particular y la vivencia de lo universal. ¿Cómo es posible apresarlo en una definición?»
En una ocasión en que Werther tomó un arma de Alberto y se apuntó a la frente, éste le manifestó que no podía comprender cómo un hombre pudiera "ser tan loco como para pegarse un tiro…" Así surgió entre los dos una interesante polémica:
"-¡Oh, hombres! -exclamé-, cada vez que hablan de una cosa tienen que decir: esto es una locura, esto es inteligente, esto es bueno, esto es malo. ¿Qué significado tiene todo esto? ¿Acaso han analizado así en profundidad las razones de lo que uno ha hecho? ¿Conocen acaso con absoluta seguridad los motivos de la determinación, por qué sucedió, por qué tuvo que suceder? Si lo hubiesen hecho, no serían tan ligeros a la hora de juzgar.
-Tendrás que reconocer -dijo Alberto- que hay determinados hechos que son pecaminosos, cualquiera haya sido el motivo que los generó.
-Pero, amigo mío -seguí-, también en esto hay algunas excepciones. Es cierto que el robo es un pecado, ¿pero el hombre que roba para salvarse a sí mismo y a los suyos de morirse de hambre merece compasión o ser castigado? ¿Quién tira la primera piedra contra el marido que en su justa ira sacrifica a su mujer infiel y al vil seductor? ¿O contra la muchacha que en un instante de éxtasis se deja llevar por la irresistible felicidad del amor? Incluso nuestras leyes, tan frías y meticulosas, se dejan conmover y retienen su castigo.
-Eso es completamente otra cosa -repuso Alberto-, porque un hombre arrastrado por sus pasiones pierde la conciencia de lo que hace y es tratado como un ebrio o un loco.
-Ah, ustedes los cuerdos -le contesté sonriendo-. ¡Pasiones, embriaguez, locura! Ahí están ustedes, los defensores de la moral, impávidos, ajenos. Censuran al ebrio, sienten repulsa por el loco, pasan de largo como un cura y, como los fariseos, agradecen a Dios por no haberlos hecho como a uno de ellos. Más de una vez estuve embriagado, mis pasiones nunca estuvieron muy lejos de la locura, y no me arrepiento de lo uno ni de lo otro. Porque a mi manera he aprendido a comprender que a todos los hombres capaces de hacer algo extraordinario, algo imposible, siempre se los calificó de ebrios y locos. Y aun en la vida normal es insoportable escuchar como casi todos exclaman "ese hombre está borracho, está loco" solo por haber realizado algo medianamente noble o generoso. Ustedes, hombres sensatos, cuerdos, avergüéncense.
-Éste es otro de tus desvaríos -dijo Alberto-, exageras todo, y al menos acá estás errado, cuando quieres comparar el suicidio, y de esto estamos hablando, con un acto pleno de nobleza, cuando en realidad no se lo puede considerar de otra manera que como un gesto de debilidad. Porque está claro que es más fácil morir que seguir aguantando una vida llena de tormentos.
-¿A esto llamas tú debilidad? Pero, por favor, no te dejes deslumbrar por las apariencias. Un pueblo que sufre bajo el insoportable yugo de un tirano, ¿acaso es débil si por fin se levanta y rompe las cadenas? ¿Lo es un hombre que vence el terror de ver cómo su casa es presa de las llamas y junta todas sus fuerzas para rescatar cosas que en una situación normal sería incapaz de mover? ¿Opuedes tildar de débil a aquel que enfurecido por una ofensa se pelea con otros seis y los vence? Y, querido amigo, si el esfuerzo significa valor, ¿por qué debemos considerar lo exaltado justamente como lo contrario?
-No me lo tomes a mal pero pienso que los ejemplos que has dado no corresponden.
-Puede ser -le respondí-, ya me han dicho muchas veces que mi manera de argumentar a menudo raya con lo disparatado. Veamos si encontramos otro camino para imaginarnos cómo se debe de sentir un hombre que está dispuesto a renunciar al peso, por lo general tan agradable, de la vida. Porque solo si somos capaces de compartir lo afectivo tenemos derecho a hablar sobre ello. La naturaleza humana -continué- tiene sus límites: puede soportar la felicidad, el sufrimiento, el dolor, solo hasta cierto grado, sucumbe en cuanto lo ha sobrepasado. En esto no se trata entonces de si alguien es débil o fuerte, sino solo de si es capaz de soportar su grado de sufrimiento, ya sea moral o físico. Y al mismo tiempo me parece equivocado decir que un hombre que se quita Ia vida es un cobarde, así como sería inoportuno llamar cobarde a alguien que muere por una fiebre maligna.
-¡Paradojas, siempre paradojas! -exclamó Alberto.
-Pero no tantas como supones -le contesté-. Reconoces que denominamos enfermedad mortal a aquella que ataca la naturaleza de modo que por un lado va consumiendo sus fuerzas y por el otro las neutraliza, de tal manera que ya no es posible que estas se repongan y, por medio de una venturosa reacción, sean capaces de restablecer el normal funcionamiento de la vida... Pues bien, querido amigo, apliquemos esto al espíritu. Mira al ser humano en sus limitaciones, cómo influyen en él ciertas impresiones, se fijan las ideas, hasta que una pasión que se agiganta le quita toda serenidad a sus sentidos y lo arruina. Será en vano que el hombre sensato y sereno quiera evitar la situación, será inútil que lo aconseje. Es lo mismo que un hombre sano, que estando junto al lecho de un enfermo, tampoco puede traspasarle ni lo más mínimo de su energía… Amigo mío, el hombre es el hombre y la inteligencia que puede llegar a tener no vale mucho cuando golpean las pasiones y lo llevan hasta los límites de lo humano..."
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