miércoles, 1 de julio de 2020

La pequeña higuera

Durante  la cuarentena creció una pequeña higuera en una calle asfaltada. Se abrió paso en contra de todas las probabilidades entre el pavimento y el muro de un edificio abandonado. La vi crecer cada día en esas jornadas de primavera en que los humanos no hoyaban la vida que resurgía en las calles solitarias.
Alcanzó casi un metro de altura, con varias ramas, altiva y humilde a un tiempo, creciendo despreocupada y verde y fresca a la espera de poder dar sus frutos algún día de principios de verano.
Pero volvimos a las calles, nosotros los amantes del cemento, y cada día fui notando cómo iban cercenando ramas y hojas, cómo esa planta llamada a ser un orgulloso árbol era amputada hasta la muerte.
Como Atila vamos dejando un rastro de muerte y de caos.
Esa pequeña higuera luchó por su vida, por su existencia, convivió con mascarillas de papel y guantes de plástico usados, aguantó el viento, las tormentas, el calor extremo, la orina de los animales, pero no la actividad destructiva de las manos humanas.
La pequeña higuera está muerta.
Tal vez pueda resurgir porque es fuerte, pero su lucha será la de un Sísifo vegetal, renacerá para ser pisoteada, arrancada y envenenada de nuevo cada vez que lo intente.
En un mundo sobrepoblado por humanos egoístas que no se preocupan ni de proteger a sus semejantes de ese castigo merecido de la naturaleza que es la pandemia la pequeña higuera tiene pocas esperanzas de sobrevivir.
Ojalá que aguante hasta el día no tan lejano en que los humanos nos hayamos extinguido por culpa de nuestra voracidad sin límites y ella llegue a ser un enorme árbol cuyas raíces agrieten el asfalto.


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