Las comidas de navidad.
Esos actos sociales por excelencia, esa reunión anual obligatoria, esa náusea.
Empieza a acercarse el 25 de diciembre y los lugares comunes se repiten cada vez con más insitencia e intensidad, hasta convertirse en un bombardeo de espumillón y pavo, juguetes de plástico, amigos invisibles, alientos alcoholizados, cristales rotos en el portal y meadas en la pared de enfrente.
Esa maravillosa época del año en que todo es luz e ilusión.
Todo es recordar a los desfavorecidos y entregarse a una orgía desenfrenada de consumismo obligatorio por contrato. Calles inundadas de gente angustiada que tiene que ver las bombillitas parpadeantes y los nacimientos en las iglesias. Todo supura amor.
Amor a la fiesta pagana del capitalismo, miedo a no poder hacerle frente.
Todo belleza, todo luz.
Miedo a la soledad, a no tener una familia con jerséys de reno en torno a una chimenea y una mesa llena de animales muertos.
Oh, blanca navidad, aunque aquí no nieve, aunque el planeta esté a punto de reventar.
Esas masas de compañeros de trabajo que no se quieren ni se respetan y que para pasar unas horas juntos tienen que ingerir grandes cantidades de alcohol, proferir alaridos en mitad de la calle para sentir el grito salvaje de la amistad en su vacíos pechos, manosear los traseros de sus conocidas furtivamente para sentirse más machos.
¡Oh, celebraciones humanas, vacías, colmadas de nihilismo, bellas en vuestra terrible fealdad!
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