domingo, 25 de septiembre de 2016

El suicidio de Stefan Zweig

 Stefan Zweig, novelista, ensayista de éxito y biógrafo insigne, epígono de la ilustrada burguesía judía de Viena, se suicidó, junto con su segunda esposa, Lotte, en su exilio brasileño en Petrópolis, cerca de Río de Janeiro, en 1942, en el fragor de la Segunda Guerra Mundial. El autor dejó, para explicar su decisión, una carta con el epígrafe «Declaração» (el título en portugués y el texto en alemán), que bien podría servir como ejemplificación del concepto de «suicidio anómico» de Durkheim.
En su estudio clásico sobre el suicidio, Durkheim definía el suicidio anómico como aquel que surge cuando un fallo o dislocación de los valores sociales provoca en el individuo un sentimiento de desorientación y de falta de significado de la vida. Para el padre de la sociología, la anomia, como estado social, acostumbra a aparecer en las épocas de revolución social, y determina en el individuo un desconcierto o inseguridad que se podría corresponder con lo que hoy llamamos alienación o pérdida de identidad.


Con Freud —también vienés (de adopción) y judío— mantuvo una prolongada relación epistolar y de amistad. Conviene recordar que Zweig fue el autor del primer estudio de divulgación del psicoanálisis para el gran público, La curación por el espíritu (Mesmer, Mary Baker-Eddy, Freud), y ya en el exilio londinense, en donde ambos habían desembarcado huyendo del terror nazi, no por casualidad fue Zweig el escogido —junto con Ernst Jones, que habló en representación de los psicoanalistas de todo el mundo— para leer la elegía final ante las cenizas del ilustre creador del psicoanálisis. Zweig se sentía, sin duda, en deuda con Freud: era consciente de que sus novelas psicológicas no podrían existir sin la influencia de la lectura de la obra de Freud. En una de las cartas que le dirige reconoce: «Desde un punto de vista espiritual pertenezco a una generación que, por lo que respecta al conocimiento, a nadie debe tanto como a usted, y siento, a una con ella, que se acerca la hora en que la vasta importancia de su descubrimiento del alma se convertirá en patrimonio común, en ciencia europea». A Freud también le dedicó uno de sus ensayos más famosos, La lucha contra el demonio: Hölderlin, Kleist y Nietzsche, y es un hecho conocido que Freud, fiel lector de la obra de Zweig, admiraba especialmente dos de sus novelas: La confusión de los sentimientos y Veinticuatro horas en la vida de una mujer (un brillante estudio psicológico sobre un ludópata). A propósito de esta última obra, afirmaba Freud que, incluso sin conocer las técnicas psicoanalíticas, Zweig las utilizaba literariamente de forma perfecta.


El estallido de la II Guerra Mundial le llevó mudarse a una casa a las afueras de Bath. Allí se abandonó a la lectura y trabó amistad con su jardinero británico pero sufrió por el cielo plomizo y por la escasa vida social. "Me siento más aislado que en ningún otro lugar del mundo".
Zweig no volvió a Nueva York hasta 1935 y lo hizo en medio de una fuerte polémica por su silencio sobre Hitler, a quien se resistía a criticar en público pese a los primeros indicios de su persecución. Muchos judíos le llamaban epicúreo y le reprochaban su decisión de seguir trabajando con el músico Richard Strauss, que durante un tiempo mantuvo buenas relaciones con el régimen alemán. "Nunca hablaría contra Alemania", dijo Zweig durante la rueda de prensa que se celebró en la sede de la editorial Viking. "El artista que cree en la justicia nunca puede fascinar a las masas ni darles eslóganes. El intelectual debe permanecer cerca de sus libros. Ningún intelectual ha estado preparado para lo que requiere el liderazgo popular". Ninguno comprendió el drama del escritor mejor que el periodista neoyorquino Joseph Brainin, que escribió entonces: "Tenía la cara de un hombre desilusionado que intentaba agarrarse a la desesperada al espejismo de una Europa que ya no existía y que se negaba a llorar como si hubiera muerto". Sus palabras reflejan muy bien los dilemas que sufría entonces Zweig, incapaz de aceptar el naufragio de su sueño europeísta, expulsado de la ciudad que había moldeado su carácter y humillado al ver cómo el nazismo se apropiaba del idioma alemán.
El escritor echaba de menos los cafés europeos y frecuentaba a menudo la biblioteca de la Quinta Avenida. "Zweig lo pasó muy mal en Nueva York", explica el profesor Prochnik. "Se sentía acosado por los otros refugiados centroeuropeos, que no dejaban de llamarle para pedirle dinero". Entre ellos se encontraba su amigo Klauss Mann, al que Zweig le pareció "un sonámbulo que escucha su nombre". "No somos sino fantasmas o recuerdos", le dijo entonces el escritor, que confesó que no sabía si merecía la pena seguir viviendo como una sombra en Nueva York. En los días buenos se definía con sorna como "ex escritor y experto en visados". En los días malos sufría lo que sus amigos llamaban el síndrome de la mujer de Lot: una angustia que lo paralizaba al contemplar la destrucción del continente al que había dedicado su obra y en cuya unión nunca dejó de creer.

Nunca fue un hogar para el matrimonio, que evaluó la posibilidad de mudarse a Cuba y al final se decantó por poner rumbo a Brasil. Los Zweig embarcaron el 15 de agosto de 1941 y emplearon el viaje para aprender algunas nociones de portugués. Antes de partir, el escritor le entregó su máquina de escribir a su amigo Joachim Maas y le dijo: "Puedes quedártela como un regalo. Ya no la necesitaré más"Enseguida empezó a buscar alojamiento fuera de la ciudad. Se decantó por una casa en la histórica villa de Petrópolis: una ciudad donde levantó su palacio de verano el emperador Pedro II y donde se instalaron cientos de alemanes atraídos por un clima fresco y por su cercanía a la gran ciudad.

En 1942, su país, en veinte años, había dejado de ser un imperio multicultural y multilingüístico (el Imperio austrohúngaro) para transformarse en una república de población mayoritariamente germanohablante, y finalmente desaparecer como Estado (suerte de suicidio histórico conocido como finis Austriae) a través del Anchsluss, o anexión de Austria al Tercer Reich alemán. Nuestro autor, que había decidido huir de Austria tras ver la intimidad de su vivienda violada por agentes de la policía, ya no tenía nacionalidad. Su lengua, el alemán, era paradójicamente la lengua de aquellos que intentaban eliminar a los miembros de su raza a través de la máquina de producción de muerte más sofisticada jamás pensada por el hombre. En 1933, en una plaza próxima a la avenida berlinesa Unter den Linden, columnas de estudiantes nazis, con antorchas encendidas, habían invadido la Universidad de Berlín y quemado veinte mil libros extraídos de la biblioteca, entre los cuales algunos de Zweig. Poco tiempo después, su nombre fue prohibido en el mercado editorial alemán. A partir de ese momento tuvo que conformarse con publicar sus libros traducidos a otras lenguas. A su amigo Romain Rolland le confesó en una carta: «Resulta imposible encontrar a lo largo de los pasados siglos una situación vital tan crítica como esta, la de un judío austríaco autor en lengua alemana». En relación con la raza y la religión, como tantos otros miembros de la burguesía urbana vienesa, su familia había abandonado la religión judía y había sufrido un proceso gradual de asimilación, que le hizo perder casi totalmente el vínculo con su pueblo, hasta el momento en que los nazis les obligaron a colocarse de nuevo en la situación original de pueblo perseguido.
Al atardecer, Zweig daba largos paseos por la selva con su esposa y leía los ensayos de Montaigne, en cuyos márgenes hacía anotaciones sobre la mejor forma de conservar su libertad. Eligió su barbero y el café en el que leía la prensa todas las mañanas y montó en el porche un escritorio en el que empezó a revisar su libro sobre Balzac. Zweig siguió releyendo clásicos como Tolstoi o Goethe y bajó con su esposa al carnaval de Río siete días antes de morir. Al día siguiente del jolgorio, varios amigos vieron su reacción al leer en un café de Río las noticias sobre los avances nazis en Asia y Oriente Próximo. "Europa se ha suicidado", repetía una y otra vez.
Al volver a Petrópolis, Zweig donó sus libros a la biblioteca y envió sus manuscritos a varios a archivos fuera de Brasil. Su 'fox terrier' se lo regaló a su casera en una enigmática carta en la que explicaba: "Lo siento mucho pero hemos tomado otra decisión que seguir alquilando su bonita casa durante más tiempo". Zweig quemó los papeles que le quedaban en una hoguera en el jardín e invitó a cenar el sábado 21 de febrero a su amigo Ernst Feder, que escribió en su diario que el escritor y su esposa habían sido muy amables y que les habían dicho que no estaban durmiendo bien.

Dos días después, un criado encontró los cadáveres del matrimonio tendidos sobre su cama. El gran biógrafo intelectual, el hombre que cifró la historia de la humanidad en un puñado de momentos estelares no pudo haber dejado este mundo sin una buena declaración de intenciones. Según se ha podido saber con motivo del setenta aniversario de su suicidio, el novelista austríaco Stefan Zweig tomó la decisión "en el momento apropiado", tras haber visto a Europa, su "patria espiritual", entonces inmersa en la Segunda Guerra Mundial, "destruirse a si misma", según una nota de que ve la luz ahora.

En la nota, encabezada con el portugués "declaraçao" (declaración) y luego desarrollada en alemán, Zweig explica que dice adiós a este mundo "de propia voluntad y con la mente clara" y agradece a Brasil su hospitalidad.
«Antes de dejar la vida por voluntad propia, con la mente lúcida, me impongo un último deber: dar cariñoso agradecimiento a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció, a mí y a mi obra, tan gentil y hospitalario refugio. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna otra parte hubiera preferido reconstruir mi vida ahora que el mundo de mi propia lengua está perdido y Europa, mi hogar espiritual, se destruye a sí misma. 
    Pero, pasados los sesenta años, son necesarias fuerzas excepcionales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de peregrinar como un apátrida. 
   Así, en buena hora y obrando con rigor, consideré lo mejor concluir una vida en la que el trabajo intelectual fue la más pura alegría, y la libertad personal el más preciado bien sobre la tierra. 

   Saludo a todos mis amigos. Que se les permita ver la aurora de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes.»

No hay comentarios:

Publicar un comentario